martes, 28 de septiembre de 2010

El Jinete

…Después se pierde en la noche,
Y aunque la noche es muy bella,
Él va pidiéndole a Dios
Que se lo lleve con ella…
José Alfredo Jiménez (1953) “El Jinete”


Llegué increíblemente cansado, pues el viaje a carreta a través de la sierra no era precisamente lo más cómodo. El polvo se levantaba y aglomeraba en densas nubes que dificultaban el paso a través de las veredas que conducen al pueblo. Me habían hablado del descuido y atraso en el cual se desarrollaba esta comunidad. Al llegar ahí, pensé incluso en una exposición a la cual había asistido días antes. Me imagine la ambientación del museo y pensé que si ésta hubiera sufrido una metamorfosis digna de algún desastre natural, se vería exactamente igual a lo que veían ahora mis ojos. En fin, camine con paso decidido, como era mi costumbre, y entre al pequeño pueblo.

Las voces de los niños que levantaban nuevas nubes de polvo mientras corrían como algún bello animal recién liberado en su hábitat natural, eran un colorido único del lugar. Las campanas replicaban, anunciando las tres horas de la tarde. Voltee a ver el viejo reloj de bolsillo, herencia de mi abuelo, y la hora era exactamente las tres con cuatro minutos. Desde que el reloj era de mi abuelo, siempre había impregnado una extraña aprensión, que yo llamaba manía, por lograr sincronizar perfectamente el reloj. El mantenimiento, el ajuste del engranaje y la limpieza minuciosa proporcionada por sus dueños era algo digno de locos.

En fin, mientras avanzaba por la que yo creía era la avenida principal, divise a lo lejos, un señor con aspecto desaliñado y pueblerino, con su sombrero de paja lleno de polvo, una camisa a cuadros tan desgastada por el uso como sus manos por el arado, y unas botas casi a punto de romperse. Me encamine hacia él, como en muchas e innumerables ocasiones había hecho con otras personas en distintos lugares.

Al llegar a la puerta de su casa, el olor a recuerdos y sabiduría comenzó a divisarse en el aire y una sensación, hasta ahora desconocida para mí, recorrió todas y cada una de las partes de mi cuerpo en una forma tan natural y extraña que temblé. Al acercarme, le salude con cierta cordialidad, y obtuve una respuesta fría y poco amable, pero en varias ocasiones había sido tratado así, por lo que respondí de una manera políticamente correcta:

-Disculpe mi falta de educación. Soy escritor, interesado en las leyendas populares y vine aquí porque me dijeron que acá habitaba un fantasma, un tal jinete.

Como por arte de magia, esa magia tan incomprensible y real que habita en las palabras y las vuelve un instrumento puro de belleza y poder, el extraño hombre enmudeció y empalideció cual mármol; los cantos de los niños dejaron de escucharse, pues sus madres habían corrido presurosas a llamarlos y refugiarlos en sus respectivos hogares. Por un momento me pareció, incluso, que las campanas dejaron de repicar y el viento cesó su murmuro decadente, pero hasta el día de hoy nunca he estado seguro de eso.

El viejo me miró y tras minutos de silencio que parecieron eternos, empezó a gesticular sonidos tan incomprensibles como el berrido de un cabrío, hasta que, pasada la emoción y vuelto el color a su rostro, me comentó:

-Caballero, he vivido casi setenta años aquí, y en toda mi vida, no había escuchado afirmación más descabellada. Todos huyen del jinete, y, ¿sabe por qué? Es porqué no es un fantasma, es tan real como yo mismo. Yo tuve el infortunio de conocerlo y me encuentro ahora condenado a conservar el recuerdo de cuando él era tan común como cualquiera de nosotros. Si es tanto su interés, como lo revelan sus expresiones faciales, entonces pase, y yo le contaré todo.

**

Él era uno de los capataces más poderosos y ricos de la zona. A pesar del movimiento revolucionario que se estaba gestando, Córdova no era precisamente el lugar más animado por el movimiento. Con esa presencia devastadora e imponente que poseía, acallaba cualquier voz de propuesta en toda la región. Su guitarra era, quizá, su única debilidad. Cuando se sentaba afuera de la hacienda, bajo la sombra refrescante del Mamey-Zapote, sacaba su guitarra y tocaba durante horas, como enajenado por una extraña fuerza, absorto en las cuerdas y los sonidos. Durante esos momentos de éxtasis y elevamiento, su figura se erigía como la de un niño, con la inocencia que los caracteriza, pero, como todo buen niño, mostraba parte de su faceta cruel y despiadada al mundo, siempre cuando estaba alejado de su guitarra. Yo siempre he pensado en los humanos como una extraña mezcla de luz y tinieblas, donde ninguna puede+ apagar a la otra y las dos se encarnan en una lucha interna por ser la faceta más conocida por el exterior. En fin, creo que él tenía más tinieblas que luz o, por lo menos, eso aparentaba.

Por aquellos días, llegó una familia de un banquero, quienes huían de los horrores de la capital del estado. Se instalaron en aquello que usted puede observar en lo alto del monte, esa construcción que asemeja a un monasterio. Mi abuelo decía que unos monjes jesuitas habitaron ese lugar en tiempos coloniales, pero que, ese lugar, era nada más y nada menos que el monte del diablo, y los jesuitas no tuvieron más remedio que huir del lugar tan pronto empezaron a suceder cosas extrañas. Sin embargo, esta familia menosprecio las advertencias de todo el pueblo ¡Ah, cuántas penurias nos hubiéramos ahorrado si tan sólo hubieran hecho caso!

En fin, llegaron durante el verano, creo que recién terminaba la Semana Mayor. El padre López fue el encargado de bendecir la tierra que pisaban. Fue y ofició una misa esa misma tarde, rogando al cielo por bendiciones y prosperidad. ¿Sabe que le pasó al padre López? Lo supuse, nadie conoce esa parte de la historia. A los pocos meses fue encontrado en estado de ebriedad abusando de la hija menor del panadero, quién envuelto en la ira de un padre destrozado, asesinó a golpes al padre y, después, metió los restos a su horno. Desde aquel domingo, cada semana el pan sale con un aroma y sabor ligeramente salado y algunas manchas de un color carmín oscuro. Debería de probarlo, es realmente delicioso.

Olvide mi historia. Todos coinciden que el padre López murió a raíz de bendecir esa tierra endemoniada, pues, como podría bendecir lo que es maldito. Sería como intentar construir un paraíso en el infierno. En lo que divergen las opiniones es en que fue lo que el demonio hizo en la vida del padre: provocarle esa ansiedad por la pedofilia, o provocar que esa ansiedad ya cultivada fuera descubierta por una persona igual de maldita e igual de descabellada con la emotividad suficiente como para matar de una forma tan despiadada. Gajes del oficio, en realidad nunca lo sabremos. Yo, en lo personal, creo que ya tenía ese vicio desde antes y, por bendecir tierra maldita, fue descubierto como castigo del mismísimo diablo. Siempre tuvo cara de maldito, cuando bautizaba niños y cuando veía las limosnas.

Pero me desvío de lo que a Usted realmente le interesa. Nuestro querido capataz -bueno, “querido” es un sarcasmo- fue a intimidar al banquero y su familia durante el oficio. ¡Cuál sería su sorpresa y admiración cuando vio a esa mujer de cabello castaño y tez blanca! Dicen, quienes tuvieron la desgracia de observar ese instante, que sus ojos brillaron cual dos luceros de noche de verano. Seguramente se enamoro perdidamente de ella desde el primer momento en que la vio. Pero fue un amor tan poderoso y tan ciego, tan fuerte y tan embrutecedor, uno de esos amores cuyo propósito no es construir, sino destruir.

¿La mujer? Ah sí, era bellísima. Algunos decían que ella era un ángel. Yo llegué a ver un retrato suyo y le juro por mi mujer, que en paz descanse, ella era una muchacha realmente bella. Quizá por eso él cayó perdidamente enamorado. El capataz se presentó con una cordialidad nunca antes vista en él, e hizo amistad con el banquero. A la semana de haber llegado, el capataz asistió a la comida dominical que el banquero ofreció para toda la gente importante. Mi madre asistió. ¿Mi familia? ¿Importante? Pues yo creo que ni para Dios somos importantes. Mi madre asistió pero como cocinera. Tenía una fama en el pueblo de preparar platillos deliciosos. Ella dice que aprendió de las visitas que hizo a Piedras Negras, pues ahí conoció a Tita, una excelente cocinera. Pero nuevamente divago sobre ideas que no le apetecen. Disculpe Usted. En fin, ese día, el capataz se quedó hablando en el despacho del banquero por cerca de cinco horas. Dice mi madre que al poco de salir, escuchó las campanas del monasterio que doblaban en señal de duelo, y se asustó. Pero al parecer, nadie hizo caso al augurio y se anunciaba que la hija del banquero contraería nupcias con el capataz en un lapso no mayor a cuatro meses.

Imagínese cuál fue la alegría del pueblo al saber que, tan pronto terminase la Revolución, el banquero y toda su familia regresarían a la Capital, y el capataz con ellos. Hubo fiesta en todo el pueblo. Danzas, comida y las campanas de la Iglesia replicaban de felicidad. Los niños corrían cual vivo deseo y cual fuego ardiente, ese fuego que crea y construye. Pero mi madre, quien también sabía leer las posiciones de los astros, presagió tormenta, tiempos de maldición para todo habitante que viviera en el pueblo. Algunos, asustados, huyeron del pueblo. Aún no entiendo el porqué mi familia no escapó, pues era bastante obvio que las consecuencias serían catastróficas para todos, quizá, nos volvería endebles a algún maleficio.

Para no hacer esto largo, el día acordado llegó y la mujer, con esa belleza increíble, vestida en ese blanco pureza, contrajo nupcias en la capilla del monasterio. ¿Perdón? En efecto, el oficiante de la ceremonia religiosa fue el Padre López. La fiesta duró casi una semana, donde los platillos, las prostitutas y el vino no pararon de correr entre los asistentes a la boda. Se cuenta que el mismo Andrés Ascencio estuvo invitado al evento, y asistió por cerca de tres días. Pero para fortuna suya, abandonó el pueblo antes del siguiente domingo. Cuando se cumplieron ocho días de festejos, como invocados por el mismo diablo, torrentes del cielo y de la tierra se desataron, y mientras una lluvia con unas características tan extrañas que quemaba, se desataba sobre todo el pueblo, causando serías laceraciones en la piel de aquellos cuya embriaguez no les permitía levantarse del suelo y se encontraban semidesnudos a causa de la interrupción del encuentro con sus putas; mientras eso sucedía, la tierra dejo subir vapores y se abrió, se agrieto y rugió, para finalmente, escupir una bola de fuego que alcanzó el vestido de la novia, envolviéndola en una danza incandescente de llamas que subían, bajaban y saltaban con alegría sobre el rostro y cuerpo de la desdichada.

El capataz, quien había acompañado a Ascencio a Puebla, se había detenido en un burdel de la sierra, con putas de escasos pesos y placeres incontrolables. Al llegar aquí sus ojos tuvieron el infortunio de ver como las llamas, con avidez, devoraban los últimos alientos de vida de su amada. Lloró. Lloró como nunca antes se había escuchado en el pueblo. Rasgó sus vestiduras y le guardó luto por espacio de un mes, durante el cual, nadie le vio salir de su hacienda, y se cree que se paso noche y día bajo la sombra de su árbol.

Al consumarse el mes de luto, una noche, montó su caballo negro, tomando su guitarra y la inspiración del tiempo perdido en busca de su amada, y se dirigió al monte, más allá del monasterio, donde se extienden los límites del bosque, ese bosque maldito del cual ahora él es habitante y esencia, del cual ahora él es jinete. Esa noche, noche de luna llena, quedó maldita, y ahora, cada luna llena, se escucha el canto del jinete, quien va penando la desdicha de haber perdido a su amada por unas putas y un vaso de vino.

**

El relato me dejó desilusionado. Después de haber viajado a Macondo y a Comala, este viaje se me hacía realmente una pérdida de tiempo. Jamás creí que una leyenda pudiese tener tan mala explicación, y realmente creí que me tomaban el pelo. Pero espere un par de noches, sin que nada digno de mencionarse sucediera.

A la tercera noche, tome un caballo y me encamine hacia el monte del monasterio, hacia el bosque maldito, hacia la leyenda del jinete. Nada sucedía en la pasividad del monasterio y de sus alrededores. Más adentro, cuando la flora era más espesa, parecía la cuna de la tranquilidad, donde ni el menor ruido hubiese podido despertar al niño más inocente del sueño más profundo. Comenzaba a vencerme el sueño cuando, a escasos metros de mí, la maleza se movió extrañamente. No había viento y los animales parecían haberse asustado. Observé con atención y un silencio sepulcral reinaba mi entorno. Me estremecí. Al poco, esa quietud fue corrompida por el ruido de un caballo corriendo a todo galope rumbo al monasterio. Con todo el cuidado, me dirigí hacia el lugar. Pero a poco de llegar, una luz cegadora, como de una bola de fuego, tomó posesión del interior de la construcción y el grito más desgarrador y estremecedor que el hombre pudo alguna vez haber imaginado, recorrió todas y cada una de las partes de mi cuerpo, mi cara palideció y sentí como mi temperatura corporal bajaba de manera drástica. Tuve dificultades para respirar y para lograr distinguir las formas de los objetos. Mi corazón aceleró su ritmo y sentía que se iba a salir de mi pecho. Me asusté y creo, incluso, grité. Pero todo fue opacado cuando las campanas del solitario inmueble comenzaron a repicar en señal de duelo y pude distinguir una figura montada en un caballo salir por la puerta principal. Me desmayé…

Al otro día, mi cuerpo fue encontrado y rescatado por el viejo que me contó la historia. Él me atendió y me preparó una infusión que, según lo que su madre le había contado, tenía el poder de fortalecer el alma a fin de reponerse del encuentro con los muertos.

Tan pronto me recuperé, huí del pueblo. Aún, hoy en día, cuando escribía esta historia, no estaba seguro si había visto un fantasma o un ser humano; no sabía si fue por amor o por orgullo, por entrega o por estupidez, nunca quise averiguar más sobre este jinete. Pero una cosa sé, y estoy completamente seguro de ella, el grito de aquella noche, fue único, indescriptible y aterrador. Fue el grito de Julieta al conocer a Romeo muerto, fue el grito de una madre al saber a su hijo descuartizado por un error de cálculo en Afganistán, fue el grito de Gabriel, quien anhelaba estar a la derecha de Dios...

Joetich Lesai Fanh
08-III-2010

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