Querer y ser querida…
Ni apetezco más
Ni conozco mayor fortuna.
Leandro Fernández de Moratín. (1805) “El sí de las niñas”
Desafiante al
frío invernal, despacio y a poco se sacude los restos de la noche que muere
lentamente conforme los cálidos rayos acarician todos los resquicios de la
tierra emblanquecida. Con cierto letargo de costumbre, encaminó sus pasos hacia
la dirección ya conocida. Era cierto que el frío enmudecía sus movimientos,
como intentándolo disuadir de sus objetivos cuyo único fin visible era la
inminente progresión gradual hacia el fracaso inevitable o la victoria sublime.
Claro, en términos de fracaso inevitable y victoria sublime habría que
colocarnos en un plano extremadamente (y extremista también, pese a la
cacofonía) capitalista donde la valía de un suceso recaía en su capacidad por
constituir un ente descargable en alguno de los dos estados, los cuales se
fundían en un caldo estrepitoso de corridas y vidas ajetreadas hasta el alba de
un nuevo día y la vida sigue y habrá nuevas victorias extremistas y nuevos
fracasos extremos mientras todo se disuelve en un punto inevitable y sublime,
si se quiere poner en esos términos.
Mientras estos
pensamientos revoloteaban por su cabeza, pasó junto a la panadería. Un olor en
extremo grato se apoderó de su atención, mientras las preocupaciones anteriores
sobre los inevitables extremos se confundían en esa fragancia inconfundible a
alimento. En cuanto apareció la palabra alimento, sintió como una fractura,
como un caer infinito en algo que no se puede ver, pero se sabe se está
cayendo; algo así como la boca del lobo o la noche de las ánimas embravecidas
en la espuma del mar cuando luchan contra la costa escarpada a fin de lograr el
resquebrajamiento inminente (y volvemos a la inminencia, a la eminencia, a la
preeminencia, a jugar con palabras como alfileres, o palillos chinos que salen
del cilindro contenedor y se dispersan sobre la superficie deseada, y entonces,
cada jugador elige el palillo deseado y lo retira con extrema precaución para no
disturbar a los otros, así como cada poeta retira la inminencia del espacio
tratando de no disturbar a la eminencia) de las formaciones rocosas a lo largo
del tiempo.
“A lo largo del
tiempo”, otra vez llegamos a la fractura, a intentar mesurar lo inmensurable.
Darle largura a un elemento con características tan abrumadoras que resulta
imposible buscarle un lugar dentro del gran librero donde los mepoab buscan
desesperadamente en las enciclopedias lo que no encuentran en la vida. Algunos
incluso se desgastan manipulando conceptos con tanta rudeza que olvidan la
pureza de su esencia (rudeza/pureza/esencia, palabras dignas para una oda, o
quizá desarrollar los motivos hasta volverlos una sinfonía para cello y
orquesta opus fünfundzwanzig). Y entonces hay vacunas para la rabia, pero no
buscan curar la rabia, sino más bien algo quizá más noble por la estupidez de
sus objetivos, pero menos digno de atención, quizá también por sus objetivos.
Y fue entonces
como entre palillos chinos, esencias y vacunas, llegó finalmente a su destino.
Las gélidas calles se mostraban como el escenario perfecto para llevar a cabo
el drama. Incluso, pensó que alguien manipulaba todo a placer, y aunque era
invierno, la carta podía deslizarse hasta el retoño de un pequeño capullo en la
punta de este árbol. Quizá incluso podría llover un poco, y esa lluvia
alimentaría el verdor naciente de los seres que despiertan del descanso para
iluminar cada paso en la vida. ¡Cuánto le gustaba esa época! Todo se congeniaba
en un ir y venir verde, una sinfonía que se desataba por la acción de un venado
que, lentamente, invocaba al hada de la flora, quien sin perder el menor
tiempo, pasaba a cultivar a sus hijos e hijas para enseñarles su triunfo contra
la dama invernal. Entonces, el hada volaba gustosa a lo largo del bosque
hostil, lleno de verdaderas marañas de aguanieve que a poco se derretía en
caudalosos riachuelos para los hijos e hijas del hada. Sin embargo, a veces el
hada, en su afán de devolver la antigua galantería a los míticos habitantes de
la zona, subía por la montaña y se encontraba con el ser maligno sumido en un
profundo sueño; pero ella no sabía que era maligno ni que era un sueño y
provocaba a ira al ente maligno que escupía fuego y quemaba con sus ojos todo
cuanto veía. El hada huía despavorida mientras el pájaro consumía todo a su
paso y el grito ahogado de las hijas y los hijos que no hallaban salvación
terminaba por vencer a nuestra hada. Y sin embargo, ahí otra vez el venado le
enseñaba que del más oscuro escenario podían renacer todas las hijas e hijos
asesinados a sangre fría por el pájaro y el hada, desbordante de alegría,
reverdecía nuevamente el paisaje y se podías sentir un ambiente a césped y a
cielo, como a verde y a azul. Pero la dama invernal no tardaría en regresar y
con su elegancia característica, sacaría esa pequeña botella de cristal con un
elixir sólo por ella conocido, y lo esparciría cual escarcha, como un hechizo
sobre los míticos habitantes para protegerlos del ambiente inhóspito. Pero él,
mítico cual relato, no se dejaba hechizar por la dama, y ahí estaba haciéndole
frente al reinado para poder estar con su amada. Y sin embargo, más que su
propio poder para desafiar a la dama invernal, estaba ese algo que se eleva por
encima de todos y todo, incluso de los mepoab, y era ese algo que había
decidido el escenario para el clímax oportuno, aunque él no se quejaba, pues
admitía cierto poder en el invierno necesario para su odisea.
Ahí estaba él,
fijo cual estatua. Había de admitir que su corazón revoloteaba por invocar a su
amada. Invitar e invocar, algo así como dos gemelos idénticos, con diferencias
apenas notables para el ojo observador. Pensó en invocar y luego en invitar (ya
que en y luego realmente no eran de mayor importancia, algo así como una
gallina y un huevo, como un hacer y un deshacer, aunque admitía que necesitaba
de los dos para darle sentido a cada uno), y entonces supo que él invocaba
esperando ser invitado, aunque él anhelaba ser invocado y poder invitar.
Invocar era como buscar conseguir algo sin considerar las consecuencias. La
desviación ineludible con las letras; como/conseguir/considerar/consecuencias.
Un tanto un abuso, darle cierta preferencia a una letra sobre otra, y para
hacer más escandalosa la situación, hacerlo de manera deliberada. Recordó haber
visto en el supermercado una extraña sopa como de pasta pero en forma
alfabética. Lo divertido del asunto fue cristalizar una visión, cientos de
trabajadores dedicados de manera impasible a producir montones exuberantes de
una letra en particular. A él le agradaban aquellos subordinados cuya
responsabilidad era la tercera letra del alfabeto. Quizá hubiera sido más
divertido usar letras griegas, pues supondría un desafío mayor para todas las
desdichadas almas cuyo infortunio había sido condensado en aquella pesada labor
(aunque para los griegos seguramente implicaría el mismo tedio). En fin, se
dispuso a ver aquellas graciosas combinaciones de letras, siendo la primera
simple pero multifocal, pues referíase
a un comparativo, así como una acción y en otros casos más, a una palabra
enfática, distintiva de expresiones interrogativas o exclamativas. La segunda
era más sombría, si es que había luces y sombras. Primero indicaba
acompañamiento y luego indicaba seguimiento; se asemejaba a la vereda donde
pocos transitan pero todos comentan, aquel camino sinuoso lleno de
irregularidades que propician el tropiezo de los viajeros, y por eso había un
acompañamiento. Podría ser eso, o bien podría ser una noche de jazz, donde la
compañía se hacía ineluctablemente necesaria, pues para ir por esos acordes rítmicos
y seguirle el paso a Brubeck, habría que ir de la mano (que incluía dar cinco
dedos) con algún otro ser que disfrutara correr la misma fortuna. Y todo
dependía de si la segunda palabra aludía a un seguimiento o a una
secuenciación, porque si hablaba de una secuenciación, era ya territorio de los
mepoab, y ellos destrozarían sin piedad a cualquiera que se cruzara por sus
calzadas sagradas, destinadas únicamente para aquellos que han logrado
arrancarse el corazón con razón alguna para dejarlo por un lado a empolvarse,
para guardarlo en el Schrank, ahí
junto al almanaque de eventos del siglo veinte y una vieja Biblia. Das ist gut,
pensó sin reparar en el daño a su canal. Y por último había dejado la palabra
que proponía más reto; aunque guardaba en común el acompañamiento con sus demás
compañeras de acorde (y quizá, más que las letras, fue el acompañamiento lo que
aglomeró tanta discusión sobre una sola frase), también incluía propiedad, una
afirmación y otra cosa no tan clara, pero se asemejaba a un perro. Un perro
inocente que había sido sacrificado para que él, dios de algún mundo pagano e
ínfimo que se multiplica en fractal y se extiende de la misma manera una y otra
vez hasta llegar al extremo sin conocer el extremo, puesto que no hay un
extremo, en este momento pudiera coagular todos sus pensamientos en un perro
acompañante, propiedad suya, que afirmaba a sus oscuras intenciones.
Y a todo esto,
la ventana parecía indiferente, pues la casa no mostraba señal alguna de sus
habitantes, ni el más mínimo resquicio de actividad que pudiera comprobar la
existencia de otro ser dentro de este plano donde él no era un dios, pero al
cual llegaban los olores de un perro quemado en el fractal.
Y aunque ya la
noche amenazaba con dormir, él no se había retirado de su puesto, cual guardia
implacable. La dama invernal y merodeaba su posición pero él, firme y estoico,
resistía los embates fúricos cortesía de todas las fuerzas del cosmos unidas
para arrancarlo de la aventura que representaba su empresa.
Finalmente, la
dama en persona se ubicó a un costado de él. Le pregunto al oído “¿Vale la
pena?” “Sí”, respondió con toda sinceridad el pajarito. Aunque sabía que su
condición le impedía poseer a la mujer que esperaba con tanta ansiedad, el sólo
hecho de observarla a través de la ventana indiferente le brinda tal gozo que
cualquier inclemencia de la dama podía ser resistida sin la menor disminución
de su fe (inclusive disfrutaba todos los ríos metafóricos de pensamientos que
lo alimentaban durante sus largas jornadas de espera). Fue entonces cuando una
luz tenue se asomó a través de la venta, y la mujer amada con actitud
indiferente se recogía la abundante cabellera negra. Sus ojos estaban como
extrañados, como fuera de sí. La dama volvió a decirle al oído “¿Sabes que ella
nunca te amará?” “Sí”, respondió con toda sinceridad el pajarito. La mujer
amada se recargó en la ventana y contempló un poco de la obra invernal. La
nieve caía con tanta delicadeza que parecía un ballet, un espectáculo
interminable de belleza blanca, acompañado por una orquesta cuya música era
interpretada de manera tan espectacular y tan impresionante. Y entonces, el
copo principal daba una pirueta marcada en el aire y los ojos de la indiferente
espectadora se concentraban en el actor principal, cuya gracia y docilidad
enarmonizaban de manera suntuosa con toda la escena; entonces, cobró suma
importancia cuando ese algo había elegido la carta de invierno para el momento,
y no la primavera. Cuando ese dios había brindado escena a la dama para el
fractal inmediato, y la dama había dejado al pajarito darle escena a un perro
para el fractal inmediato, y así sucesivamente. El copo, sin embargo, resultaba
perder protagonismo conforme se enfilaba al protagonista de nuestra obra: el
pajarito. Cuando el copo se posó sobre el pico del pajarito, la mujer amada,
quien había seguido todo el desfile desde el principio, cruzó miradas con él y
un pequeño escalofrío recorrió su cuerpo. Se dio cuenta al instante que el
pajarito la amaba, y que siempre estaba ahí aguardando su llegada. La dama le
dijo al oído “Es tiempo, ¿valió la pena?” “Sí”, respondió con toda sinceridad
el pajarito.
(Cae el telón).
Joetich Lesai Fanh
18-II-2012