viernes, 7 de diciembre de 2012

Primavera


Querer y ser querida…
Ni apetezco más
Ni conozco mayor fortuna.
Leandro Fernández de Moratín. (1805) “El sí de las niñas”

Desafiante al frío invernal, despacio y a poco se sacude los restos de la noche que muere lentamente conforme los cálidos rayos acarician todos los resquicios de la tierra emblanquecida. Con cierto letargo de costumbre, encaminó sus pasos hacia la dirección ya conocida. Era cierto que el frío enmudecía sus movimientos, como intentándolo disuadir de sus objetivos cuyo único fin visible era la inminente progresión gradual hacia el fracaso inevitable o la victoria sublime. Claro, en términos de fracaso inevitable y victoria sublime habría que colocarnos en un plano extremadamente (y extremista también, pese a la cacofonía) capitalista donde la valía de un suceso recaía en su capacidad por constituir un ente descargable en alguno de los dos estados, los cuales se fundían en un caldo estrepitoso de corridas y vidas ajetreadas hasta el alba de un nuevo día y la vida sigue y habrá nuevas victorias extremistas y nuevos fracasos extremos mientras todo se disuelve en un punto inevitable y sublime, si se quiere poner en esos términos.
Mientras estos pensamientos revoloteaban por su cabeza, pasó junto a la panadería. Un olor en extremo grato se apoderó de su atención, mientras las preocupaciones anteriores sobre los inevitables extremos se confundían en esa fragancia inconfundible a alimento. En cuanto apareció la palabra alimento, sintió como una fractura, como un caer infinito en algo que no se puede ver, pero se sabe se está cayendo; algo así como la boca del lobo o la noche de las ánimas embravecidas en la espuma del mar cuando luchan contra la costa escarpada a fin de lograr el resquebrajamiento inminente (y volvemos a la inminencia, a la eminencia, a la preeminencia, a jugar con palabras como alfileres, o palillos chinos que salen del cilindro contenedor y se dispersan sobre la superficie deseada, y entonces, cada jugador elige el palillo deseado y lo retira con extrema precaución para no disturbar a los otros, así como cada poeta retira la inminencia del espacio tratando de no disturbar a la eminencia) de las formaciones rocosas a lo largo del tiempo.
“A lo largo del tiempo”, otra vez llegamos a la fractura, a intentar mesurar lo inmensurable. Darle largura a un elemento con características tan abrumadoras que resulta imposible buscarle un lugar dentro del gran librero donde los mepoab buscan desesperadamente en las enciclopedias lo que no encuentran en la vida. Algunos incluso se desgastan manipulando conceptos con tanta rudeza que olvidan la pureza de su esencia (rudeza/pureza/esencia, palabras dignas para una oda, o quizá desarrollar los motivos hasta volverlos una sinfonía para cello y orquesta opus fünfundzwanzig). Y entonces hay vacunas para la rabia, pero no buscan curar la rabia, sino más bien algo quizá más noble por la estupidez de sus objetivos, pero menos digno de atención, quizá también por sus objetivos.
Y fue entonces como entre palillos chinos, esencias y vacunas, llegó finalmente a su destino. Las gélidas calles se mostraban como el escenario perfecto para llevar a cabo el drama. Incluso, pensó que alguien manipulaba todo a placer, y aunque era invierno, la carta podía deslizarse hasta el retoño de un pequeño capullo en la punta de este árbol. Quizá incluso podría llover un poco, y esa lluvia alimentaría el verdor naciente de los seres que despiertan del descanso para iluminar cada paso en la vida. ¡Cuánto le gustaba esa época! Todo se congeniaba en un ir y venir verde, una sinfonía que se desataba por la acción de un venado que, lentamente, invocaba al hada de la flora, quien sin perder el menor tiempo, pasaba a cultivar a sus hijos e hijas para enseñarles su triunfo contra la dama invernal. Entonces, el hada volaba gustosa a lo largo del bosque hostil, lleno de verdaderas marañas de aguanieve que a poco se derretía en caudalosos riachuelos para los hijos e hijas del hada. Sin embargo, a veces el hada, en su afán de devolver la antigua galantería a los míticos habitantes de la zona, subía por la montaña y se encontraba con el ser maligno sumido en un profundo sueño; pero ella no sabía que era maligno ni que era un sueño y provocaba a ira al ente maligno que escupía fuego y quemaba con sus ojos todo cuanto veía. El hada huía despavorida mientras el pájaro consumía todo a su paso y el grito ahogado de las hijas y los hijos que no hallaban salvación terminaba por vencer a nuestra hada. Y sin embargo, ahí otra vez el venado le enseñaba que del más oscuro escenario podían renacer todas las hijas e hijos asesinados a sangre fría por el pájaro y el hada, desbordante de alegría, reverdecía nuevamente el paisaje y se podías sentir un ambiente a césped y a cielo, como a verde y a azul. Pero la dama invernal no tardaría en regresar y con su elegancia característica, sacaría esa pequeña botella de cristal con un elixir sólo por ella conocido, y lo esparciría cual escarcha, como un hechizo sobre los míticos habitantes para protegerlos del ambiente inhóspito. Pero él, mítico cual relato, no se dejaba hechizar por la dama, y ahí estaba haciéndole frente al reinado para poder estar con su amada. Y sin embargo, más que su propio poder para desafiar a la dama invernal, estaba ese algo que se eleva por encima de todos y todo, incluso de los mepoab, y era ese algo que había decidido el escenario para el clímax oportuno, aunque él no se quejaba, pues admitía cierto poder en el invierno necesario para su odisea.
Ahí estaba él, fijo cual estatua. Había de admitir que su corazón revoloteaba por invocar a su amada. Invitar e invocar, algo así como dos gemelos idénticos, con diferencias apenas notables para el ojo observador. Pensó en invocar y luego en invitar (ya que en y luego realmente no eran de mayor importancia, algo así como una gallina y un huevo, como un hacer y un deshacer, aunque admitía que necesitaba de los dos para darle sentido a cada uno), y entonces supo que él invocaba esperando ser invitado, aunque él anhelaba ser invocado y poder invitar. Invocar era como buscar conseguir algo sin considerar las consecuencias. La desviación ineludible con las letras; como/conseguir/considerar/consecuencias. Un tanto un abuso, darle cierta preferencia a una letra sobre otra, y para hacer más escandalosa la situación, hacerlo de manera deliberada. Recordó haber visto en el supermercado una extraña sopa como de pasta pero en forma alfabética. Lo divertido del asunto fue cristalizar una visión, cientos de trabajadores dedicados de manera impasible a producir montones exuberantes de una letra en particular. A él le agradaban aquellos subordinados cuya responsabilidad era la tercera letra del alfabeto. Quizá hubiera sido más divertido usar letras griegas, pues supondría un desafío mayor para todas las desdichadas almas cuyo infortunio había sido condensado en aquella pesada labor (aunque para los griegos seguramente implicaría el mismo tedio). En fin, se dispuso a ver aquellas graciosas combinaciones de letras, siendo la primera simple pero multifocal, pues referíase a un comparativo, así como una acción y en otros casos más, a una palabra enfática, distintiva de expresiones interrogativas o exclamativas. La segunda era más sombría, si es que había luces y sombras. Primero indicaba acompañamiento y luego indicaba seguimiento; se asemejaba a la vereda donde pocos transitan pero todos comentan, aquel camino sinuoso lleno de irregularidades que propician el tropiezo de los viajeros, y por eso había un acompañamiento. Podría ser eso, o bien podría ser una noche de jazz, donde la compañía se hacía ineluctablemente necesaria, pues para ir por esos acordes rítmicos y seguirle el paso a Brubeck, habría que ir de la mano (que incluía dar cinco dedos) con algún otro ser que disfrutara correr la misma fortuna. Y todo dependía de si la segunda palabra aludía a un seguimiento o a una secuenciación, porque si hablaba de una secuenciación, era ya territorio de los mepoab, y ellos destrozarían sin piedad a cualquiera que se cruzara por sus calzadas sagradas, destinadas únicamente para aquellos que han logrado arrancarse el corazón con razón alguna para dejarlo por un lado a empolvarse, para guardarlo en el Schrank, ahí junto al almanaque de eventos del siglo veinte y una vieja Biblia. Das ist gut, pensó sin reparar en el daño a su canal. Y por último había dejado la palabra que proponía más reto; aunque guardaba en común el acompañamiento con sus demás compañeras de acorde (y quizá, más que las letras, fue el acompañamiento lo que aglomeró tanta discusión sobre una sola frase), también incluía propiedad, una afirmación y otra cosa no tan clara, pero se asemejaba a un perro. Un perro inocente que había sido sacrificado para que él, dios de algún mundo pagano e ínfimo que se multiplica en fractal y se extiende de la misma manera una y otra vez hasta llegar al extremo sin conocer el extremo, puesto que no hay un extremo, en este momento pudiera coagular todos sus pensamientos en un perro acompañante, propiedad suya, que afirmaba a sus oscuras intenciones.
Y a todo esto, la ventana parecía indiferente, pues la casa no mostraba señal alguna de sus habitantes, ni el más mínimo resquicio de actividad que pudiera comprobar la existencia de otro ser dentro de este plano donde él no era un dios, pero al cual llegaban los olores de un perro quemado en el fractal.
Y aunque ya la noche amenazaba con dormir, él no se había retirado de su puesto, cual guardia implacable. La dama invernal y merodeaba su posición pero él, firme y estoico, resistía los embates fúricos cortesía de todas las fuerzas del cosmos unidas para arrancarlo de la aventura que representaba su empresa.
Finalmente, la dama en persona se ubicó a un costado de él. Le pregunto al oído “¿Vale la pena?” “Sí”, respondió con toda sinceridad el pajarito. Aunque sabía que su condición le impedía poseer a la mujer que esperaba con tanta ansiedad, el sólo hecho de observarla a través de la ventana indiferente le brinda tal gozo que cualquier inclemencia de la dama podía ser resistida sin la menor disminución de su fe (inclusive disfrutaba todos los ríos metafóricos de pensamientos que lo alimentaban durante sus largas jornadas de espera). Fue entonces cuando una luz tenue se asomó a través de la venta, y la mujer amada con actitud indiferente se recogía la abundante cabellera negra. Sus ojos estaban como extrañados, como fuera de sí. La dama volvió a decirle al oído “¿Sabes que ella nunca te amará?” “Sí”, respondió con toda sinceridad el pajarito. La mujer amada se recargó en la ventana y contempló un poco de la obra invernal. La nieve caía con tanta delicadeza que parecía un ballet, un espectáculo interminable de belleza blanca, acompañado por una orquesta cuya música era interpretada de manera tan espectacular y tan impresionante. Y entonces, el copo principal daba una pirueta marcada en el aire y los ojos de la indiferente espectadora se concentraban en el actor principal, cuya gracia y docilidad enarmonizaban de manera suntuosa con toda la escena; entonces, cobró suma importancia cuando ese algo había elegido la carta de invierno para el momento, y no la primavera. Cuando ese dios había brindado escena a la dama para el fractal inmediato, y la dama había dejado al pajarito darle escena a un perro para el fractal inmediato, y así sucesivamente. El copo, sin embargo, resultaba perder protagonismo conforme se enfilaba al protagonista de nuestra obra: el pajarito. Cuando el copo se posó sobre el pico del pajarito, la mujer amada, quien había seguido todo el desfile desde el principio, cruzó miradas con él y un pequeño escalofrío recorrió su cuerpo. Se dio cuenta al instante que el pajarito la amaba, y que siempre estaba ahí aguardando su llegada. La dama le dijo al oído “Es tiempo, ¿valió la pena?” “Sí”, respondió con toda sinceridad el pajarito.
(Cae el telón).


Joetich Lesai Fanh
18-II-2012

jueves, 24 de mayo de 2012

No hay que matar cuando hace frío


Usted había hecho las cosas con tanta limpieza que nadie,
Ni siquiera el muerto, hubiese podido culparlo del asesinato.
Julio Cortázar. (1938) “Puzzle”


Sintió un poco de hastío, algo así como una náusea mental, un cólico mañanero como de mujer preñada. El reloj, un tanto estricto e intransigente, marcaba ya las diez menos cinco. Pensó en Buenos Aires, en los años mozos de su adolescencia, en el olor a argentinos. ¡Cómo olían los argentinos! Recordaba que, al viajar al viejo continente, echaba de menos el olor de los argentinos; ahora el olor era hediondo, a su parecer. Era quizá los años y que él relacionaba el olor de los argentinos de su adolescencia con el olor de Rosaura. Aquel era un aroma de delicados colores pasteles y praderas verdes, como un elixir legendario y un tanto inalcanzable. Olía a las montañas (él vivía en las montañas), a esa tierra virgen empapada del rocío libre de con-tamina-ción, algo así como una canción en verso, juegos idiotas de palabras. Él había amado a Rosaura, por lo menos hasta que se revolcó con ella en la cama, una noche del día catorce del mes segundo del año de mil novecientos ochenta y cuatro después de nuestro Senior Jesucristo. Siempre le gustó escribir senior en vez de señor; esas mañas que uno adopta con el tiempo. Pero ahora, el olor que evocaba a los argentinos era el olor (mental, por así decirlo) de su padre. Era un señor de complexión algo semejante a la robusta, de tez apiñonada y de manos grandes y gruesas, que le servían para transportar las barras metálicas de un lado a otro de la fábrica antes, claro, de las bandas transportadores; después las manos servían para transportar la cerveza de la mesa a la boca y viceversa. Pero su olor, su hedor (mejor dicho) era insoportable y recordaba los constantes abusos que sufrió por parte de su padre. Sí, se lo cogió como todo buen padre borracho que no puede ni tiene el valor de cogerse a una mujer y se desquita con sus hijos. Y el padre sudaba y apestaba a carajo.

-Necesito ayuda.
-¿Qué querés, chaval?
-Necesito colocar la pegatina en mi cuarto.
-Esperá un poco, que no ves que estoy ocupado.
-No estás haciendo nada.
-Callá mocoso fucking little boy.
-¿Cómo?
-Largate de aquí que estorbás.

Son pasos sencillos. Tomo el desarmador de cabeza plana que se encuentra en la caja de herramientas negra debajo de la escalera. Espero a que el reloj marque las dos menos diez. Bajo por el ascensor y me dirijo a la casa. Son algo así como quince minutos a buen paso, quizá podré ir un poco más rápido si corro y, con eso, me quito el maldito frío del demonio. Llego eso de cinco pasadas las tres. Entro por la puerta principal y tomo las escaleras. Subo. Subo. Subo un poco más. Me coloco delante de la puerta de madera vieja, con un oxidado llavín en su haber. Con extrema cautela, meto el desarmador y la navaja en el picaporte y abro con el truco que aprendí por cinco euros en el barrio viejo. Al entrar, el hermano de Rebeca seguramente se encontrará con los viejos anteojos puestos y sumido en un profundo sueño en el sillón de la sala. La flama de la vela deberá estar extinta para ese entonces y en el escritorio habrá manuscritos, o quizá una copia de ese viejo libro de cuentos que carga para todos lados. En fin, a partir de ahí la tarea se torna en extremo sencilla. Son cuatro pasos hacia el sillón y está el desnivel. Sorteado eso, habrá que aproximarse sigilosamente al sillón y descubrir el costado expuesto del sujeto. Entonces la daga sale de mi bolsillo derecho, yo la tomo y la hundo en repetidas y audaces ocasiones en su costado y luego en su pecho y en su cara, de ser posible. Terminado eso, regreso a la puerta, la cierro con extremo cuidado y repito los pasos en orden inverso a partir de aquí. Anabolismo y catabolismo, diría mi amigo, el bioquímico.

-No estás haciendo nada.
-¿Y tú que querés?
-Quiero colocar la pegatina en la pared de mi cuarto, la que choca con la cabecera de mi cama.
-No tengo tiempo.
-Sí tienes. Llevas todo el día sentado ahí.
-Ich habe keine Zeit, Kinder. Geht auf!
-No entiendo.
-Es porque eres un niño inculto, un asno como tu abuelo.

Ya el pantalón le apretaba mientras bebía su taza de café. El pantalón de mezclilla no cedía a la comodidad del hogar y decidió desabrocharlo. Era posible, aunque no inminente, que semejante descanso le ayudara a pensar mejor… con claridad, por poner una expresión. Y otra vez la canción, la bendición, una redención, una revisión, la visión, la misión, una función, una disolución, una solución, una presentación, una reputación, su reputación y, entonces, la salvación. Aleluya. Amén. Se quitó también la camisa y abrió la ventana que daba a la calle. Una brisa entró cual caballo desbocado y recorrió todos los poros de su ya arrugado cuerpo. La piel se llenaba de oxígeno y por un momento, sólo un breve y efímero momento, de jovialidad.

-Hace frío, cierra la ventana papá.
-You have no idea of what are you saying.
-Papá, la ventana.
-Lautloss. La estoy cerrando.

Le encantaba como los latinos hablaban como verdaderos intelectuales en Europa. No se escuchaba un pibe, un chaval o un chamaco en la jerga de la calle. Jamás esas típicas acentuaciones de esperá, callá, largate, mirá. Tampoco la manía (esa manía) de desaparecer o agregar letras: dijistes, venistes, verda’, generosida’, vanida’. En Europa todos se relamían los bigotes por expresarse en español académico, en el lenguaje culto de los libros y los científicos. Por eso, él le hablaba a su hijo como su padre le habló a él. Su convicción era de exaltar estas variaciones regionales del español, estas castellanizaciones propias de cada región del globo. Y sin embargo, él pensaba como latino de Europa, pues en sus pensamientos no había pibe, ni esperá, ni venistes ni vanida’. En su pensamiento había reglas de ortografía y de redacción. Signos de puntuación y acentos en las sílabas correctas. Había un verdadero latino de Europa, casi un europeo.

-Quiero la pegatina en mi cuarto hoy.
-¡Cómo jodés, pequeño imprudente!
-¿Qué es joder?
-Algo que tú no sabes.
-Y si no lo sé, ¿por qué me lo dijiste?
-Preguntas demasiado.
-¿Qué hora es?
-Diez después de las diez.
-No es cierto.
-¡Claro que es cierto, es lo que marca el reloj!
-No es cierto.
-Scheiβe! Entonces ¿qué hora es?
-Es la hora de que me ayudes con la pegatina.
-¡Son-of-a! ¡Esperá que ya mero voy!

Era sencillo. Eso repetía en su cabeza. Sencillo. Sencillo. Sen-cillo. Zen-ci-llo. Zen-sí-llo. Zen-sí-yo. Una filosofía, una afirmación y la convicción de la existencia del ego. Otro juego de palabras, habría que dejar de consumir alucinógenos. Antes de irse a matar al hermano de Rebeca, pasaría a anotar eso último en una notita amarilla y la pegaría en la puerta de la nevera. Revisó su bolso y, en efecto, ahí estaba la daga. Tranquila, impaciente por entrar en acción y con la misma serenidad que había caracterizado durante tantos años su grisáceo rostro. Hundirla en repetidas ocasiones en el costado, en el pecho, en la cara, de ser posible. Un trabajo, una obra de arte. Con un poco de suerte saldría en el diario matutino, y con un poco más, en primera plana.

-¿Y mi pegatina?
-¿Dónde la querés?
-En esa pared.
-¿Aquí está bien?
-Más a la derecha.
-Here?
-A la derecha, dije.
-Ahora.
-Bien, pero un poco más arriba.
-And now?
-Arriba.
-Hier?
-Arriba.
-¿Ya?
-Sí, ahí está bien, gracias.

La pesada labor de colocar la pegatina en el cuarto del niño había extinguido todas sus fuerzas. El asesinato era ahora una tarea casi titánica. Caminar todas las cuadras que separaban su casa de la casa de Rebeca, y regresar. Subir los escalones de la casa de Rebeca, y bajarlos. Bajar los escalones de su casa, y subirlos. Además de todo, hacía frío, un frío del demonio. Se encaminó con dirección a la cocina y tomó el diario de ese día. Buscó en la página 5D y en un pequeño recuadro en la esquina inferior derecha venía el pronóstico para las temperaturas por los próximos tres días. Mínima de treinta y uno y máxima de setenta, mínima de treinta y máxima de sesenta y nueve, mínima de cuarenta y máxima de ochenta. Era mejor esperar hasta el sábado para cometer el crimen.
Aprovechando que se encontraba en la cocina, tomó la pequeña libretita con hojas amarillas y escribió Dejar de consumir alucinógenos. Después, recordó que había querido comer toda la semana lasaña y anotó en la siguiente nota amarilla Comprar pasta, cebolla, ajo, carne molida, queso mozzarella, queso chedar, queso rallado y salchicha italiana. Una vez hecho esta, escribió Matar al hermano de Rebeca el sábado. Tomo las tres hojitas y las desprendió con mucha delicadeza de la libreta, una por una, una especie de ritual. Pegó una junto al imán de vaca, otra junto a la postal de Tolousse y la última, esa que hablaba sobre el sábado, junto a la foto que tenía con su mujer, con Rebeca y con su hermano en Monterrey.
Tomó un vaso de la alacena y se sirvió un poco de agua fría. Ésta entró por la garganta como un cuchillo afilado y el alivio recorrió su cuerpo entero. Llegó a su habitación, no sin antes haber apagado la vela del niño y haberle dado las buenas noches. Al llegar a su cama, su mujer le dijo Habló mi madre. ¿Qué quiere la vieja bruja? No le digas así; quiere que vayamos a cenar a su casa el viernes. ¿Con qué motivo? El cumpleaños de su amiga, la madre de Rebeca. Eso no me importa. Y a mí no me importa que no te importe, ¿iremos? Creo que tengo que hacer algo el sábado, pero no recuerdo. Mañana en las notas de la nevera lo checo; por el día de hoy fue suficiente y ya me vo’ a dormir.

Joetich Lesai Fanh
02-VIII-2011