Usted había hecho las cosas con tanta limpieza que nadie,
Ni siquiera el muerto, hubiese podido culparlo del asesinato.
Julio Cortázar. (1938) “Puzzle”
Sintió un poco
de hastío, algo así como una náusea mental, un cólico mañanero como de mujer
preñada. El reloj, un tanto estricto e intransigente, marcaba ya las diez menos
cinco. Pensó en Buenos Aires, en los años mozos de su adolescencia, en el olor
a argentinos. ¡Cómo olían los argentinos! Recordaba que, al viajar al viejo
continente, echaba de menos el olor de los argentinos; ahora el olor era
hediondo, a su parecer. Era quizá los años y que él relacionaba el olor de los
argentinos de su adolescencia con el olor de Rosaura. Aquel era un aroma de
delicados colores pasteles y praderas verdes, como un elixir legendario y un
tanto inalcanzable. Olía a las montañas (él vivía en las montañas), a esa
tierra virgen empapada del rocío libre de con-tamina-ción, algo así como una
canción en verso, juegos idiotas de palabras. Él había amado a Rosaura, por lo
menos hasta que se revolcó con ella en la cama, una noche del día catorce del
mes segundo del año de mil novecientos ochenta y cuatro después de nuestro
Senior Jesucristo. Siempre le gustó escribir senior en vez de señor;
esas mañas que uno adopta con el tiempo. Pero ahora, el olor que evocaba a los
argentinos era el olor (mental, por así decirlo) de su padre. Era un señor de
complexión algo semejante a la robusta, de tez apiñonada y de manos grandes y
gruesas, que le servían para transportar las barras metálicas de un lado a otro
de la fábrica antes, claro, de las bandas transportadores; después las manos
servían para transportar la cerveza de la mesa a la boca y viceversa. Pero su
olor, su hedor (mejor dicho) era insoportable y recordaba los constantes abusos
que sufrió por parte de su padre. Sí, se lo cogió como todo buen padre borracho
que no puede ni tiene el valor de cogerse a una mujer y se desquita con sus
hijos. Y el padre sudaba y apestaba a carajo.
-Necesito
ayuda.
-¿Qué querés,
chaval?
-Necesito
colocar la pegatina en mi cuarto.
-Esperá un
poco, que no ves que estoy ocupado.
-No estás
haciendo nada.
-Callá mocoso
fucking little boy.
-¿Cómo?
-Largate de
aquí que estorbás.
Son pasos
sencillos. Tomo el desarmador de cabeza plana que se encuentra en la caja de
herramientas negra debajo de la escalera. Espero a que el reloj marque las dos
menos diez. Bajo por el ascensor y me dirijo a la casa. Son algo así como
quince minutos a buen paso, quizá podré ir un poco más rápido si corro y, con
eso, me quito el maldito frío del demonio. Llego eso de cinco pasadas las tres.
Entro por la puerta principal y tomo las escaleras. Subo. Subo. Subo un poco
más. Me coloco delante de la puerta de madera vieja, con un oxidado llavín en
su haber. Con extrema cautela, meto el desarmador y la navaja en el picaporte y
abro con el truco que aprendí por cinco euros en el barrio viejo. Al entrar, el
hermano de Rebeca seguramente se encontrará con los viejos anteojos puestos y
sumido en un profundo sueño en el sillón de la sala. La flama de la vela deberá
estar extinta para ese entonces y en el escritorio habrá manuscritos, o quizá
una copia de ese viejo libro de cuentos que carga para todos lados. En fin, a
partir de ahí la tarea se torna en extremo sencilla. Son cuatro pasos hacia el
sillón y está el desnivel. Sorteado eso, habrá que aproximarse sigilosamente al
sillón y descubrir el costado expuesto del sujeto. Entonces la daga sale de mi
bolsillo derecho, yo la tomo y la hundo en repetidas y audaces ocasiones en su
costado y luego en su pecho y en su cara, de ser posible. Terminado eso,
regreso a la puerta, la cierro con extremo cuidado y repito los pasos en orden
inverso a partir de aquí. Anabolismo y catabolismo, diría mi amigo, el
bioquímico.
-No estás
haciendo nada.
-¿Y tú que
querés?
-Quiero colocar
la pegatina en la pared de mi cuarto, la que choca con la cabecera de mi cama.
-No tengo
tiempo.
-Sí tienes.
Llevas todo el día sentado ahí.
-Ich habe keine Zeit, Kinder. Geht auf!
-No entiendo.
-Es porque eres
un niño inculto, un asno como tu abuelo.
Ya el pantalón
le apretaba mientras bebía su taza de café. El pantalón de mezclilla no cedía a
la comodidad del hogar y decidió desabrocharlo. Era posible, aunque no
inminente, que semejante descanso le ayudara a pensar mejor… con claridad, por
poner una expresión. Y otra vez la canción, la bendición, una redención, una
revisión, la visión, la misión, una función, una disolución, una solución, una
presentación, una reputación, su reputación y, entonces, la salvación. Aleluya.
Amén. Se quitó también la camisa y abrió la ventana que daba a la calle. Una
brisa entró cual caballo desbocado y recorrió todos los poros de su ya arrugado
cuerpo. La piel se llenaba de oxígeno y por un momento, sólo un breve y efímero
momento, de jovialidad.
-Hace frío,
cierra la ventana papá.
-You have no idea of what are you
saying.
-Papá, la
ventana.
-Lautloss. La
estoy cerrando.
Le encantaba
como los latinos hablaban como verdaderos intelectuales en Europa. No se
escuchaba un pibe, un chaval o un chamaco en la jerga de la calle. Jamás esas típicas acentuaciones
de esperá, callá, largate, mirá. Tampoco la manía (esa manía) de
desaparecer o agregar letras: dijistes,
venistes, verda’, generosida’, vanida’. En Europa todos se relamían los
bigotes por expresarse en español académico, en el lenguaje culto de los libros
y los científicos. Por eso, él le hablaba a su hijo como su padre le habló a
él. Su convicción era de exaltar estas variaciones regionales del español,
estas castellanizaciones propias de cada región del globo. Y sin embargo, él
pensaba como latino de Europa, pues en sus pensamientos no había pibe, ni esperá, ni venistes ni vanida’. En su pensamiento había reglas
de ortografía y de redacción. Signos de puntuación y acentos en las sílabas
correctas. Había un verdadero latino de Europa, casi un europeo.
-Quiero la
pegatina en mi cuarto hoy.
-¡Cómo jodés,
pequeño imprudente!
-¿Qué es joder?
-Algo que tú no
sabes.
-Y si no lo sé,
¿por qué me lo dijiste?
-Preguntas
demasiado.
-¿Qué hora es?
-Diez después
de las diez.
-No es cierto.
-¡Claro que es
cierto, es lo que marca el reloj!
-No es cierto.
-Scheiβe!
Entonces ¿qué hora es?
-Es la hora de
que me ayudes con la pegatina.
-¡Son-of-a!
¡Esperá que ya mero voy!
Era sencillo.
Eso repetía en su cabeza. Sencillo. Sencillo. Sen-cillo. Zen-ci-llo. Zen-sí-llo.
Zen-sí-yo. Una filosofía, una afirmación y la convicción de la existencia del ego.
Otro juego de palabras, habría que dejar de consumir alucinógenos. Antes de
irse a matar al hermano de Rebeca, pasaría a anotar eso último en una notita
amarilla y la pegaría en la puerta de la nevera. Revisó su bolso y, en efecto,
ahí estaba la daga. Tranquila, impaciente por entrar en acción y con la misma
serenidad que había caracterizado durante tantos años su grisáceo rostro.
Hundirla en repetidas ocasiones en el costado, en el pecho, en la cara, de ser
posible. Un trabajo, una obra de arte. Con un poco de suerte saldría en el
diario matutino, y con un poco más, en primera plana.
-¿Y mi
pegatina?
-¿Dónde la
querés?
-En esa pared.
-¿Aquí está
bien?
-Más a la
derecha.
-Here?
-A la derecha,
dije.
-Ahora.
-Bien, pero un
poco más arriba.
-And now?
-Arriba.
-Hier?
-Arriba.
-¿Ya?
-Sí, ahí está
bien, gracias.
La pesada labor
de colocar la pegatina en el cuarto del niño había extinguido todas sus
fuerzas. El asesinato era ahora una tarea casi titánica. Caminar todas las
cuadras que separaban su casa de la casa de Rebeca, y regresar. Subir los
escalones de la casa de Rebeca, y bajarlos. Bajar los escalones de su casa, y
subirlos. Además de todo, hacía frío, un frío del demonio. Se encaminó con
dirección a la cocina y tomó el diario de ese día. Buscó en la página 5D y en
un pequeño recuadro en la esquina inferior derecha venía el pronóstico para las
temperaturas por los próximos tres días. Mínima de treinta y uno y máxima de
setenta, mínima de treinta y máxima de sesenta y nueve, mínima de cuarenta y
máxima de ochenta. Era mejor esperar hasta el sábado para cometer el crimen.
Aprovechando
que se encontraba en la cocina, tomó la pequeña libretita con hojas amarillas y
escribió Dejar de consumir alucinógenos.
Después, recordó que había querido comer toda la semana lasaña y anotó en la
siguiente nota amarilla Comprar pasta,
cebolla, ajo, carne molida, queso mozzarella, queso chedar, queso rallado y
salchicha italiana. Una vez hecho esta, escribió Matar al hermano de Rebeca el sábado. Tomo las tres hojitas y las
desprendió con mucha delicadeza de la libreta, una por una, una especie de
ritual. Pegó una junto al imán de vaca, otra junto a la postal de Tolousse y la
última, esa que hablaba sobre el sábado, junto a la foto que tenía con su
mujer, con Rebeca y con su hermano en Monterrey.
Tomó un vaso de
la alacena y se sirvió un poco de agua fría. Ésta entró por la garganta como un
cuchillo afilado y el alivio recorrió su cuerpo entero. Llegó a su habitación,
no sin antes haber apagado la vela del niño y haberle dado las buenas noches.
Al llegar a su cama, su mujer le dijo Habló
mi madre. ¿Qué quiere la vieja bruja? No
le digas así; quiere que vayamos a cenar a su casa el viernes. ¿Con qué
motivo? El cumpleaños de su amiga, la
madre de Rebeca. Eso no me importa. Y
a mí no me importa que no te importe, ¿iremos? Creo que tengo que hacer
algo el sábado, pero no recuerdo. Mañana en las notas de la nevera lo checo;
por el día de hoy fue suficiente y ya me vo’ a dormir.Joetich Lesai Fanh
02-VIII-2011
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