sábado, 31 de julio de 2010

Hoy no es miércoles

Resultaba una sensación en verdad extraña, como de extranjerismo, como de exclusión. Era un tanto parecida a una fotografía en blanco y negro de personas y objetos que no conozco representando temas que no comprendo. Mi caminar, un tanto parecido a deambular, era errático e irregular, producto de la inestabilidad del entorno circundante a mi vida. Quizá la inestabilidad no era producto del entorno, sino algo más introspectivo, algo dentro de mí parecía sonar ilógico, incoherente y hasta injustificable. Era imposible de describir.
Entretanto, yo buscaba refugio en la banqueta adoquinada del centro de la ciudad. Los adoquines, desgastados por el paso de tantas personas descuidadas, parecían gritar, reclamando su propio espacio vital, o Lebensraum como diría el famoso nacionalsocialista. Parecían exclamar a una voz gritona la expansión de sus dominios ya fuera hacia cualquiera de los lados de su figura un poco hexagonal. Parecían discutir airadamente sobre los límites formales entre un adoquín y otro, y de vez en cuando, se podía observar una fractura ocasionada por la riña entre dos adoquines con esperanzas de ensanchamiento. Y aunque estas diferencias y coyunturas eran discutidas con el pleno ejercicio del silencio, si uno presta extrema atención y agudiza el oído, puede llegar a captar parte, o quizá todos los diálogos del ir y venir de estos singulares objetos. Y mientras las disensiones políticas y sociales continuaban, yo juzgue conveniente el caminar simétrico, a la luz de un viejo farol, procuraba desplazar igual número de adoquines en cada paso (primero fueron tres, luego dos), sin perder la uniforme distancia entre ambos pies, la cual se expresaba en dos adoquines.
Me permití distraer mi atención, pues a escasos (uno, dos, tres,… veintiséis) veintiséis adoquines a la derecha de mí se encontraba abierto una edición de un diario. Tras romper mi andar euclidiano, y acercarme al periódico, me di cuenta que era solamente una vieja hoja olvidada en ese rincón de la ciudad; pertenecía a la edición del día que en esos mismos segundos encontraba su ocaso y pude leer en grandes y gordas letras negras del encabezado de la página principal el siguiente título: Gaceta Distópica. El título me pareció un tanto gracioso y sinsentido, parte de un juego monótono y destructivo emprendido desde hace ya varios años por la industria de los medios de comunicación masivos. Llamó, sin embargo, un apartado en la última hoja, un par de artículos cuyo tamaño parecía tan despreciable que, seguramente, el lector o lectores de este número podrían haber dejado pasar desapercibidas esas letras; pero ése no fue mi caso. Desprecié el gran desplegado que anunciaba alguna importante oferta de alguna relevante cadena de tiendas departamentales y posé mi vista sobre un pequeño escrito donde se describía el surgimiento de una nueva tendencia artística, impulsada por jóvenes atrevidos e irreverentes, cuyo descaro llegaba “al límite entre el nihilismo constructivo artístico y la destrucción irremediable del arte”, según palabras propias de uno de los artistas, reproducidas por un aburrido reportero asignado a cubrir la nota. Y me atrevo a usar el calificativo aburrido pues sus palabras y descripciones se antojaban pesadas y desastrosas, a poco con sabores tenues y aromas despreciables, a poco con constantes muletillas que dificultaban y hacían soporífera la lectura, a poco con notables diferencias entre las citas de los efímeros artistas y las desganadas letras de una computadora cuyo teclado se encuentra glutinoso y displicente a causa de los constantes derrames de café. El otro artículo era sobre algunas implicaciones socioeconómicas de actualidad, algo que parecía demasiado importante como para merecer una lectura en tan bohemia situación.
Me pareció algo muy apropiado dejar en paz aquella hoja que, seguramente, serviría de abrigo para algún vagabundo, de los presentes en abundantes cantidades dentro de la ciudad. Dejando de lado esos absurdos y equívocos pensamientos, me reintegré al desplazamiento simétrico, ese caminar robotizado, idiotizado, humanizado. Mientras me dejaba conducir por adoquines dispuestos a distancias regulares, mi mente deambulaba por oscuros callejones en una noche oxidada por la melancolía y la soledad hasta que algo me devolvió a las avenidas de la lucidez del consenso. Pude notar el rápido movimiento de una pequeña arañita a todo lo largo y ancho de los adoquines del suelo, un arrastrar que no respetaba la geometría preordinada de los adoquines pues desafiaba galantemente los caminos descritos con mucha anterioridad para el movimiento sobre el adoquinado. El movimiento de las diminutas patas del animal era rítmico, con un cierto contrapunto barroco y cromatismo dodecafónico transmutando ese suave pataleo en un perfume similar a un campo de gardenias. Creí necesario el proseguir mi infructuosa persecución al inigualable aroma y melodía vanguardista. Corrí desesperado, intentando conseguir el detalle dentro de la unidad visual a la cual yo estaba expuesto. Mi sentido de la vista, ciertamente falto de agudeza, tenía poca esperanza de victoria en semejante correría; pensé en cuánto habría dado en ese momento por una cámara de video, de fotografía o inclusive un lente de aumento, e imaginé el monóculo de algún aristócrata inglés de hace ya varios ayeres. Tras una cacería particularmente larga, logré llegar a lo que parecía su refugio, escondite o madriguera: un salón abandonado dentro de uno de esos edificios con aspecto a colonial y perfume a madera carcomida por los años y joyas olvidadas dentro de un mestizaje de sangre.
En ese poco amplio recinto pude notar un reloj cuyo tiempo no se detenía desde hace ya varios años, creo yo. Me pareció extravagante y hasta una especie de mofa el hecho de que el reloj estuviera pegado a la pared con lo que parecía ser una cinta adhesiva, en lugar de algún aditamento especial… o clavos, una gran solución. Mientras me mantuve ahí, esperando lo inesperable, el reloj marchaba con una precisión que daba asco. El constante cliqueo de la manecilla conocida como segundero daba vueltas y vueltas en mi cabeza, torciéndola y deformándola a placer, primero hacia la izquierda, después hacia la derecha, después hacia enfrente, después hacia abajo, y después vueltas y vueltas para recomenzar el necesario proceso, pero ahora la derecha era abajo, y la izquierda era arriba, and so on…
Finalmente me decidí por salir del polvoso y entelarañado vestíbulo para poder respirar un poco de aire fresco. Fue hasta ese entonces de que reparé en lo extraño de los sucesos de los últimos minutos, u horas, pues podrían bien haber sido horas. Me pareció algo totalmente inusual e ilógico, un tanto incoherente pero no por ello injustificable. Seguro había una justificación, la cual yo había dejado pasar por alto. Tras meditar en ello mientras me encontraba sentado en una banca del parque, desde donde podía apreciarse con nitidez a un par de palomas recogiendo los restos de algún alimento justo enfrente de las escalinatas; fue durante el último picotazo del ave más robusta cuando noté con asombro, la justificación de todos los inexplicables eventos, y sentí la necesidad de gritarlo. Me paré. Grité: ¡Claro, es que hoy no es miércoles!
Las palomas levantaron el vuelo.


Joetich Lesai Fanh
01-VIII-2010

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